lunes, 18 de enero de 2010

5613. Desarrollo de la tertulia nº 13 sobre la novela Tengo 15 años y no quiero morir de Christine Arnothy, en la traducción de Paula Emilia Sanz.


Fotos: Blas
Comentario de Alberto Estévez:

José Ortega y Gasset decía “mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse” Nuestro filósofo madrileño sabía bien de qué hablaba, no por nada los acontecimientos que le habían tocado vivir, me refiero a la guerra civil española, le costaron el exilio, pero además fue testigo de la segunda guerra mundial, esa misma guerra que ocupa las páginas del libro que hoy comentamos.

“Tengo 15 años y no quiero morir” es la obra más importante de su autora, la franco-húngara Christine Arnothy, nacida en 1930, en Budapest, llegó a Francia con las hojas arrancadas a su diario en los bolsillos de sus ropas, pero no fue inmediato a su llegada el acto de escribir y publicar, le llevó 10 años encarar sus notas sobre el sitio de Budapest, enfrentar los traumáticos hechos de su infancia. Aquellas notas escritas en francés, en húngaro y con algunas expresiones del alemán que con ayuda del Larousse pudo reescribir. Será París el lugar en el que la autora se asiente y posteriormente contraiga matrimonio, aunque actualmente vive en Ginebra.

Su viaje continúa pues, desde donde nos deja el libro, en la indefensión e impotencia que la familia experimenta cuando se sabe estafada a la hora de pagar la cuenta en aquel café vienés, prosigue su periplo y encuentra refugio en Bélgica, finalmente en París. “No es tan fácil vivir” es el título del libro que recoge esta parte del viaje que no está descrita ni aludida en la obra que comentamos hoy pero que hace a un modo de continuación. No es un libro tan reconocido pero nos permite comprobar que su experiencia con aquel horror dio para la publicación de al menos dos obras, y parece ser que no sólo, ya que en una entrevista publicada por el diario El País en Julio de este recién terminado 2009, Arnothy comenta que fue finalista al prestigioso premio Goncourt, ese premio cuyo reconocimiento es sólo nominal, la dotación económica consiste en 10€, pero el ganador tiene garantizado el éxito de ventas de su novela. Ella concursaba con “Dios llega tarde”, una obra sobre la opresión soviética en Hungría, y denuncia que no le dieron el premio porque osó llamar ocupantes a los rusos, igual que a los alemanes, porque para ella ambos compartían la misma crueldad. Por lo tanto, al menos son tres las obras de esta autora sobre este acontecimiento que recorre su infancia y marca indudablemente su vida a través de estos tres títulos ya de por sí muy elocuentes.

La que elegimos para hoy traerá para muchos el recuerdo de “El diario de Ana Frank”, uno de los libros más leídos en todo el mundo. Esto le valió el apelativo de la Ana Frank húngara, pero no hay nada de esto en palabras de la autora, porque ella no es judía, no se reconoce húngara más que por accidente y además está viva, eso sí, de milagro. Esta novela es considerada por diversos escritores como una de las obras cumbre de la literatura sobre la guerra y ha obtenido elogios de muchos autores, entre ellos del mismo Sándor Màrai, además de haber vendido sólo en Francia más de tres millones de ejemplares. Y esto es algo que consigue el diario de una adolescente de 15 años recién cumplidos, ¿qué tiene esta novela?

No hay duda que ante cualquier novela sería deseable siempre poder hacer, al menos, dos lecturas. El discurso manifiesto que la narración nos pone ante los ojos, personajes, momentos y lugares, situaciones, desenlaces, etc… Y paralelo a este, otro discurso, ya no tan manifiesto, un hilo tejido entre líneas, en el que laten las verdaderas cuestiones, esas que nos hacen recordar su lectura, las que nos evocan sentimientos y nos dejan pensativos en mitad de un párrafo. Si bien parte de la grandeza de la literatura se demuestra en el hecho de que una misma obra no consigue evocar este segundo discurso más comprometido en todo lector, bien lo sabemos nosotros cada vez que Liter-a-tulia se reúne, comprobamos en cada cual el calado de la novela que tratemos, nunca es el mismo, también es cierto que la literatura porta otra característica, yo diría su característica fundamental; es una forma privilegiada de examinar la condición humana. Es aquí en mi opinión donde el testimonio de esta adolescente cobra su verdadero valor.

Erik Fosse es un cirujano noruego de 59 años. Fue uno de los médicos extranjeros que logró entrar en la franja de Gaza durante la ofensiva israelí, operaba día y noche sin descanso y contempló escenas muy difíciles de asimilar para un ser humano. Junto con su compañero, Mads Gilbert, ambos médicos han escrito “Ojos en Gaza”; en él nos cuentan la terrible crónica diaria del hospital de Shifa de Gaza, y la descripción incluye además fotografías. Publicado hace un par de meses, se ha convertido en un best seller en su país. Pendiente de traducirse en varias lenguas, desconozco si entre ellas estará el castellano. Fosse comentaba en la entrevista de la que era objeto: “la mejor terapia es hablar, sacarlo fuera, por eso escribí el libro y por eso esta vez no ha sido tan traumática como otras”

El dolor de la guerra, ese dolor que muchos tenemos la suerte de desconocer y que simplemente imaginando es seguro que ni nos acercamos a lo que debe representar, encuentra algún tipo de alivio, encuentra su mejor terapia pudiendo hablar. Esta es la condición humana en todo su esplendor, la condición de sujetos del lenguaje, con todas sus consecuencias, en este caso para bien, porque esa niña de 15 años lo sabe sin saberlo; hay algo en ella que la empuja a escribir y comprobamos que al menos hasta tres libros, para intentar procesar tanta barbarie, destrucción y muerte. Haber podido escribir y haber logrado hacer algo con lo escrito nos tiene hoy convocados aquí décadas después.

Pero si el libro se limitase a la descripción detallada de los pormenores de una guerra se vería privado del valor que contiene; efectivamente página por página hemos de leer las consecuencias del horror en todos los personajes y en sus relaciones, todo lo que acarrea e impone una guerra a la fuerza, nunca mejor dicho, pero el tormento está expresado en la referencia obstinada a lo que debería ser una infancia y una adolescencia en condiciones de paz, que pudiesen ser vividas de manera menos traumática, con los elementos propios de esas etapas de la vida. Quiero decir, que las continuas referencias al sótano mugriento, aquel en el que le parece mentira haber crecido, se hacen también, veladamente, en relación al piso del que la familia disponía y en el que llevaba a cabo su día a día, el destrozo del piano es la consecuencia de una guerra, pero es también el instrumento que marca la infancia de nuestra protagonista, la imaginamos tomando sus lecciones sentada ante el teclado, y a la vez la vemos ahora con sus 15 años y contemplando la posibilidad de su muerte, la muerte de ninguna niña, más bien la de una persona mayor.

Encontramos en el libro en este mismo sentido un pasaje muy descriptivo, algo que nuestra protagonista llama los sueños extravagantes, que explica mucho mejor que mi intento lo que pretendo dilucidar. Se trata de tres sueños que ella juzga extravagantes porque los considera chocantes y extraños, incluso inapropiados para la circunstancia que le toca. En ellos podemos apreciar muy claramente un intento de realización de deseos, pero al mismo tiempo el propio sueño introduce las trabas que impiden su consumación, nada extraño, algo de lo que todos podemos dar testimonio, es ese despertarse en el mejor momento. Pues bien, el arte de la escritora nos permite mirar un poco más acá y en su narración trasluce otro tipo de imposibilidad además de la que lleva aparejada el deseo humano, es la que impone el conflicto bélico, y que encontramos en los tres sueños, en ese agradable paseo bajo las palmeras del brazo del joven, esto es el deseo, pero que no vuelve su rostro hacia ella, el signo de imposibilidad que produce el propio sueño. Cuando viaja en el tren expreso y el mozo del vagón restaurante hace sonar la campanilla, anunciando un delicioso manjar que el propio sueño finalmente se encarga de escamotear; o la salida al teatro, muy apetecible para una muchacha dadas sus inquietudes culturales, pero en la que no consigue escuchar nada cuando los actores declaman en el escenario, como si su sueño estuviera intentando decirle: efectivamente, ¿cómo se te ocurre tener estos sueños extravagantes pasando por lo que estamos pasando? ¿Es que no te has enterado? Estamos en guerra.

Sí se ha enterado, ya lo creo, pero algo porfía en ella, insiste, no puede aceptar tanto desastre y tanta muerte, no puede soportar la mirada de los muertos que le reprochan que siga viva, el espectáculo de una ciudad en ruinas que evoca la ruina de cada uno, una ruina moral, el vicio y la virtud han perdido sus fronteras y serán los más duros los que puedan sobrevivir a tanta desolación. La posibilidad de morir ya no implica tristeza sino una turbación para la que no encuentra palabras, incluso parece haber establecido cierta conexión diferente con su cuerpo y puede diferenciar un miedo físico de otras sensaciones. Todo esto encuentra su resumen en la confesión al religioso, que tiene lugar bien avanzado el libro, da cuenta en un par de párrafos del tono narrativo, en él se entroncan el miedo a la muerte y el terror por la propia desaparición, a su vez la sensación de injusticia por todo aquello perdido, lo que pudiera haber sido una vida rodeada de una circunstancia diferente y donde soñar no hubiera sido necesariamente juzgado como algo extravagante. La confesión al sacerdote da cuenta de que se ha enterado perfectamente que estamos en guerra, y no sólo eso, sino que los efectos de la misma parecen no acabarse nunca, resulta dramático verla frustrarse una y otra vez e incluso se aprecia cierta tentación de ceder al desaliento, porque ni la salida del sótano, ni el dificultoso traslado a la casa de campo, ni la anhelada llegada a Viena, consiguen dar comienzo a la nueva vida, aún así siempre su esperanza se renueva, como la oportunidad de que pudiera volver a nacer.

Hay un momento entre todos estos que tiene un acento diferente, aquel en el que cruzan la frontera y ella descubre que no hay ningún muro, que se trata simplemente de atravesar la negra hierba bajo la luz de la luna, y en ese atravesamiento acude el recuerdo de Pista ofreciéndole su mano, como en aquella ocasión que tuvo que cruzar la tabla sobre el muerto; la luna alumbra toda la escena en un momento poético de la novela, la prosa casi se convierte en poesía, porque esa luz tan intensa de luna ha conseguido bañar de blanco sus manos, sus cabellos, incluso su corazón, desembarazándola por unos instantes de la negrura de aquel sótano mortífero.

Hay un proceso de maduración en el relato que me lleva a diferenciar una primera y una segunda parte que no podría exactamente delimitar; si bien la primera parte parece más del orden de una descripción de acontecimientos que se suceden, con algunos brochazos sueltos de las sensaciones que nuestra protagonista comparte con el lector, estos brochazos van haciéndose más consistentes y la narrativa dedica decididamente más espacio a todo lo que nuestra sujeto elabora y siente. Entonces, el efecto original que me prendió de la novela y pretendo transmitir consiste en que los acontecimientos que suceden van llevando a Christine a la pérdida de su actitud ingenua e inocente, y esta se va tornando, como decía, en madurez, y esto ocurre en una obra de ciento y pocas páginas, somos testigos de cómo deja atrás su inocencia, casi me atrevería a decir que nos hace cómplices de ello, pero no hay ni una sola referencia a esto en concreto, por eso decía que se desliza entre líneas, es ese otro discurso que subyace, que de manera latente va dejando un saldo, el mismo que deja la buena escritura.

Ella nos dice que en aquel sótano murió una niña, ahora deberá seguir viviendo como una persona mayor. Yo sin embargo pienso que esa niña siguió muy viva en la persona de Christine Arnothy, y las coordenadas que marcaron el rumbo de su existencia encuentran su código en los acontecimientos terribles que rodearon aquella infancia. De ello ha dado cumplida cuenta su escritura, que en esta ocasión como en tanta otras en la historia, ha sido un intento de humanizar el horror, de no sucumbir a la desesperación, de resistir ante lo más siniestro. Desde luego, es una escritura que nos hace reflexionar, quizá no estemos tan en riesgo de deshumanizarnos como creía el filósofo, sino, más bien, tengamos que considerar todas esas atrocidades formando parte del conjunto que representa nuestra condición humana.

5564. El viernes, día 08 de enero de 2010, Liter-a-tulia se reúne para comentar la novela de Christine Arnothy titulada “Tengo 15 años y no quiero morir”

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