domingo, 18 de mayo de 2008

100. Woody Allen llena Barcelona de inteligencia, en el 61º Festival de Cannes. El humor vuelve al cine del realizador.


Penélope Cruz y Woody Allen
Woody Allen se identifica y lo identificamos con todas las historias que pueden ocurrir en Nueva York. Va a cumplir 73 años, edad en la que no te imaginas a nadie, incluidos los artistas, emigrando de sus raíces para trabajar en lugares lejanos y exóticos. Él lo ha hecho para rodar en Inglaterra la angustiosa y densa Match Point y también la fallida y amorfa El sueño de Casandra. En ambas nos privaba de lo que mejor sabe hacer, o sea, provocarnos la risa.
Cuando aparece Penélope Cruz, sólo tienes ojos y oídos para su papel
Después de esa repetida inmersión en la tragedia, Allen viene a Barcelona y se embarca en Vicky Cristina Barcelona, un título tan raro como mosqueante. Las irrazonables intuiciones me hacían temer un naufragio, que el universo de Allen no se adecuara a una geografía y un ambiente que forzosamente le tienen que resultar extraños. A los 10 minutos de empezar la película comienzo a sonreír y poco después siento la bendita llegada de la carcajada, sensación que se va a repetir hasta el final. Salgo alegre del cine y durante la cena volvemos a evocar gags, situaciones, diálogos y personajes. Volvemos a reírnos, señal evidente de que nos lo hemos pasado muy bien. Y vuelves a agradecer el lujo de que este señor tan mayor como incansable siga regalándonos una película todos los años, que su prodigioso cerebro, su imaginación, su profundo y agridulce conocimiento de los seres humanos y de sus sentimientos no tenga el menor signo de esclerosis.
Vicky Cristina Barcelona es tan divertida como inteligente, tan conscientemente ligera como maliciosa, un catálogo muy sabio de las cosas que pueden ocurrir en el amor y en el deseo, en los juegos de seducción entre hombres y mujeres, en la batalla entre las apetencias y las conveniencias.
Que la trama suceda en Barcelona y fugazmente en Oviedo, o que una de las dos descolocadas turistas quiera hacer una tesina sobre la identidad cultural catalana, no es suficiente para que Allen se proponga darnos un curso acelerado sobre las esencias catalanas y asturianas. Es tan pérfido y le gusta tanto la parodia que se inventa a un sensible seductor, alguien desarmante por la frontalidad de sus propuestas sexuales, que reúne los estereotipos de un macho que puede darse en cualquier lugar de este país. Pasea a sus presas por las Ramblas y por el Parque Güell, por el Barrio Chino y por la Sagrada Familia, sabe mucho de Gaudí y de Miró, de arte en general, pero sobre todo es consciente de que el vino hace milagros y acorta el camino de la cama. Que las turistas refinadas y pijas también son muy sensibles a la guitarra española. Y es un milagro que no las lleve a los toros.
El proceso de acoso y derribo que establece este pintor dotado de pragmático sentido del erotismo con una mujer que teme las novedades y las convulsiones y con otra que siempre está dispuesta a lo imprevisto y a pagar las resacas del amor, discurre con mordacidad y gracia. Pero el auténtico subidón cómico se produce cuando aparece la antigua mujer del chulazo tierno, señora racial y disparatada hasta extremos hilarantes. A partir de ese momento se te olvida lo morbosa que es Scarlett Johansson y la elegante hermosura de Rebecca Hall y sólo tienes ojos y oídos para el sabroso papel que le ha regalado Woody Allen a la aquí espléndida Penélope Cruz. Explotando el desgarro, el humor y el ritmo de esta a veces desaprovechada actriz, algo que también intuyeron y utilizaron admirablemente Fernando Trueba y Pedro Almodóvar en La niña de tus ojos y en Volver. Los combates dialécticos, réplicas y contrarréplicas, el volcánico ni contigo ni sin ti que montan entre Penélope Cruz y el también excelente Javier Bardem, tienen capacidad para hacer reír al espectador más glaciar.
Y celebras mucho que Woody Allen siga en buena forma, chispeante, ágil, contundente. Vicky Cristina Barcelona no es una obra maestra, pero sí una comedia tan vitalista como agradecible.
En la sensible y bien contada película brasileña Linha de passe, dirigida por Walter Salles y Daniela Thomas, no hay ningún motivo de risa. Algo imposible en la dura supervivencia en una barriada de São Paulo de una mujer y sus cuatro hijos. Refugiados ellos en sus sueños de fútbol o de religión, en aclarar un futuro tan negro como su presente. Tampoco existe nada jovial en la película china 24 City, dirigida por Jia Zhangke, autor de la muy premiada Naturaleza muerta. Aquí reconstruye los años del maoísmo a través de entrevistas con los sufridos trabajadores de una antigua fábrica de armamento; intenta analizar los brutales contrastes entre la vieja y la nueva China. Pero su encomiable lección de historia me resulta bastante tediosa, me desintereso de los dramáticos recuerdos de esos hombres y mujeres que hablan en planos fijos que no se acaban nunca.

(publicado en el país.com)
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