domingo, 10 de enero de 2010

5567. Comentario de Mª José Martínez Sánchez sobre la obra de Christine Arnothy: "Tengo 15 años y no quiero morir"

¡Todos tenemos dentro de nosotros mismos una Buena Nueva! Y es que no sabemos realmente lo grandes que podemos ser, lo mucho que podemos amar, lo mucho que podemos lograr y la magnitud de nuestro potencial
Ana Frank


Con esta preciosa cita que me envía como felicitación de Navidad la compañera y amiga Concha Miralles, empiezo a reflexionar sobre el libro que en estos días ha iluminado nuestras vidas.
Se trata de la novela de Christine Arnothy “Tengo quince años y no quiero morir”, cuyo título está tomado de una de las frases de la protagonista en una confesión sincera de sus anhelos más profundos, que nos habla de la sinceridad que debe impregnar esta novela, y de la sinceridad implícita a todo diario, en este caso diario de guerra.
Esto es así porque la historia narrada parte del diario de la autora, nacida en Budapest en 1930, en el seno de una familia acomodada, que ha de soportar la opresión de unos nazis, ya en retirada, mientras la ciudad está rodeada por las tropas rusas que avanzan inexorablemente. Ella ha de soportar el encierro en un sótano en medio de situaciones y personas extrañas en lo que podría ser una iniciación a la vida. Pero no son estas las enseñanzas que normalmente se dan a una joven, no; es la terrible vida en plena guerra la que le enseña todo el bien y todo el mal del mundo en un cursillo acelerado. Cuando finalmente llega con sus padres a Austria, en 1945, es cuando empieza a vivir. Superar todo lo que ha soportado, superar en su ánimo las consecuencias de lo vivido le lleva nueve largos años, y es cuando, a partir de su diario, consigue asimilar todo aquello y hacer de dicho diario una magnífica novela que, sin tal vez pretenderlo, es profundamente antibelicista.
La novela se publicó en Francia en 1954, y en ella, autor, narrador y protagonista son la misma persona; y esto, que podría haber dado problemas narrativos, está aquí estupendamente resuelto, a pesar de haber, en algunos momentos, una literaturización demasiado teatral, como en la escena de la muerte de Pista y posterior detalle de cubrir su cuerpo con el velo, ya innecesario, de una novia reciente.

Novela muy original en su enfoque, narrada casi siempre en presente de indicativo con una gran lucidez sosegada, consigue que ninguno de los avatares por los que pasan la protagonista y su familia, dejen de estar delante de nuestros ojos ni por un momento. Siempre tendremos presente al muerto que flota, al brazo que golpea, y al caballo sediento y, al fin, muerto patas arriba. Y son muchísimas las frases sueltas a lo largo del libro que guardan entre sí una estrecha relación, formando eficazmente una unidad que nos mantiene con el agua al cuello, sin que por esta maestría narrativa deje de ser el diario de una adolescente.

Los personajes empiezan por ser los convencionales prototipos del banquero, de la viejecita, para pasar luego a ser los protagonistas de unas historias mucho mas emotivas: los enamorados de quienes se apiada la muerte junto a la romántica escena de una boda que, si no fue cierta, sí es propia de la imaginación de una cría de 15 años a la que le arde el pelo y tienen que cortárselo, para acabar perdiendo su identidad de chica que lo que más deseaba era una fiesta y un baile igualmente románticos. También ese soldado húngaro desplazado, que no sabemos muy bien qué papel juega en el relato, que hace de ángel guardián de todos aquellos vecinos y que ella admira enormemente. Bien pudiera representar la ambigua relación húngara ante los nazis que, nada más empezar la guerra, devuelven a los magiares antiguos territorios perdidos. También pudiera ser un engaño o truco literario para hacer avanzar la historia de esa jovencita que, como todos, primero teme al hambre, a lo diario, y después a la muerte. Luego, ese otro padre de paternidad quebrantada, que quiere enviar su amor antes de morir a su familia a la que mira fijamente en una fotografía. Y, finalmente, el personaje del judío que primero es protegido y luego pasa a proteger a los demás. Muchísimos detalles humanos que la guerra nos muestra dentro de su propio horror.

No es este el primer diario que conocemos de tristes historias bélicas, pues tenemos el propio de Ana Frank, el de Helene Berr, alemana, o el de Miriam Kalin, también en Budapest, con nazis y rusos presentes. Pero sí fue éste uno de los más arropados en este caso por la opinión literaria francesa, que veía en él la denuncia contra la barbarie histórica que ellos mismos habían padecido.

Y dentro de esta barbarie tan enorme, nos encontramos con la soledad evitada por los protagonistas para que una bomba al caer no pueda encontrarle a uno mismo en soledad; la amistad del perro al que sus dueños han de abandonar; y el terrible caso del joven soldado alemán que por ser “el enemigo” se duda de si hay que arriesgarse a curar sus heridas. La guerra impone unas condiciones que sobrepasan todo buen sentido que se pierde deslizándose por unas llamadas razones superiores que nadie en su sano juicio podría entender.

¡La guerra! Palabra que significa alteración de todo orden, esperpento de lo humano, destrozo de lo sensatamente bueno, sin olvidar que dentro de lo humano cabe todo, lo peor y lo mejor de cada uno, porque todo lo que acontece aquí es humano. Y dentro de lo mejor, encontramos ejemplos de la magnitud de ese potencial, propio de la dignidad humana, que la propia Ana Frank llama Buena Nueva.

Pero en ciertos momentos, y junto con la autora, yo me pregunto: ¿qué valor tiene la dignidad dentro de la guerra, cuando todo se ha destruído, cuando no hay paredes que nos devuelvan, reconocido, el eco de esa misma dignidad? ¿A quién importa tal cosa? ¿Qué valor tiene la dignidad en medio de un espacio vaciado de todo el sentido de lo humanamente bueno? Y, ¿quién podría mantener ese sentido a nuestro alrededor si es la propia guerra quien destruye todas las referencias?

El poder formular estas preguntas ya da miedo.

Pienso que la dignidad se salva por el valor añadido que cada uno pueda darle para sí mismo, y por el que a veces le otorga el reconocimiento posterior de un hecho heroico, presentido y esperado, tal vez, por la bondadosa intuición de quienes imaginan y desean lo que el ser humano pudiera ser.

Bendita anticipación.

Y la vida ¿No pierde la vida su razón de ser en medio de tanta locura?

Y la belleza guardada tantos siglos en aquella Hungría de Listz o de tantos otros que levantaron monumentos a las leyes y a la cordura como lo es su precioso parlamento a orillas del Danubio, ¿dónde puede quedar toda esa belleza profunda cuando se rompen todos los puentes y hasta el agua de las cloacas amenaza a los refugiados?

¡Que símil tan certero!

Decir a los políticos que la locura de la guerra es la madre de todas las razones tenebrosas que, empezado su trágico recorrido, nadie podrá parar fácilmente, hasta que alguna palabra como armisticio, conversaciones o tratado, firmado por ellos mismos, permita volver a la deliciosa monotonía de la vida civil, que colocará de nuevo a los hombres ante sus ineludibles quehaceres. Pareciera que cada tantos años hay que dejar al ser humano que ponga todo patas arriba para luego, una vez liberado de sus tensiones, poder seguir viviendo en la calma de sus hogares, en el cuidado de su prole.

Ojalá que sepamos enseñar la paz en los foros adecuados, ojalá que todos conozcamos bien sus caminos y sus alrededores para que, disfrutando de esa normalidad, nunca más queramos, al menos en esta Europa que en el libro nos ocupa, subvertir el maravilloso y posible orden de las cosas.




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