Blas García Marín
Tras la muerte de su padre, Rafael empezó a no querer salir de su habitación.
Fue su madre la primera en darse cuenta, una mañana, al encontrar la puerta de par en par y la alcoba vacía.
Vivían en un viejo caserón, que su padre, el abuelo de Rafa, había construido con sus propias manos, a principios del siglo pasado.
La casa estaba situada a escasos cinco kilómetros del pueblo, en las estribaciones de la gran montaña, que pronto se vestiría de blanco con las primeras nieves invernales.
La madre cogió los prismáticos y subió a la terraza de su vivienda.
Ella sabía que su hijo había dejado de entrenar después del fallecimiento de Alberto, y que no había vuelto a calzarse las zapatillas desde entonces.
Se ajustó los prismáticos y enseguida descubrió al muchacho. Bajaba por la ladera de la montaña, por la pista forestal que tan bien conocían todos.
Rafael corría ahora por terreno llano, y pasaba bajo un peral que ella había visto el día anterior cargado de frutos.
Acercó la imagen, y pudo contemplar con más nitidez las facciones de la cara de su hijo, que parecía haberse transfigurado con la galopada.
Un estremecimiento de emoción embargo su frágil cuerpo, al comprobar el extraordinario cambio que la carrera había producido en el primogénito de la familia.
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